viernes, 4 de julio de 2008

relato sin casaca

Salí de una fiesta después de la fiesta de esas conocidas como afterparis. Hace ya unos buenos años. Una celebración entre dionisíaca y guapachosa de esas en las que uno va dejando toda noción de moral y recato. Se celebraba el éxito rotundo de un artista extranjero muy importante quién había montado una muestra, de la que yo había sido el productor. Proyecciones, comparsa y esas cosillas multimedia del gusto de la muchachada. La fiesta un total deschongue. Y ni qué decir de la fiesta después de la fiesta. Sólo invitados de primera, joyitas como dría un amigo. ¡Puro Rocanrol! Una fina selección de completos desconocidos que se guiñan los ojos y guardan un estricto hermetismo grupal hacia los demás. Cierta mística de manada urbana que para ser sincero me valía madres, sobre todo con media botella de etiqueta negra en el cerebro y una buena cantidad de rayas de la mejor calidad.
Ya en plano de rocstar y como invitado especial, me decidí por la condescendencia y el lobby. Platicas aquí y allá y entre afirmaciones y sentencias sobre el arte y sus peripecias un pase, otro, un beso seco, más, un poquito más y la botella de wisky vacía, pero no importaba porque el organizador del afterpari se había jalado algunas botellitas del cóctel y digamos que en la segunda fiesta, aunque con menos invitados no carecía de brebajes.
1: 00 am.
Los joyitas dejaron los guiños de ojo y las misteriosas saliditas al portón del bar, que ya estaba cerrado. Las chicas se besaban en el baño mientras una handicam me ayudaba a contar la historia de la noche. Ellas lo tomaron con calma. Y la segunda botella de etiqueta negra iba por la mitad. Que alegre, hacía ratos que no me daba en la maitrix.
2: 00 am.
El grupo se redujo al 50% pero el artista seguía entre los presentes y yo pasé de productor a ser el hermano del alma. Ya me había enamorado de una beibi y ya me había desenamorado también. Los encargos de material colombiano iban por la tercera ronda.
3:00 am.
Ya con los escalofríos de la noche y el cerebro a punto de resetear, la plática había tomado un curso más del lado de la poesía y sus maldiciones y las botellas y los nuevos amigos comenzaban a faltar. No me recuerdo de muchas cosas, pero a decir verdad ya me estaban dando ganas de largarme y mi presencia se debía más a una señorita de besos amargos que no me dejaba ir. Un volcancito de polvillo delicado reposaba en el centro de una mesa de centro y las luces cada vez más rojas no me dejaban ver bien si los rostros de los invitados presentes estaban dibujados.
4:00 am.
La chica se fue, igual que el alcohol y los nuevos amigos pasajeros de afterpari. Decidí largarme, estaba lejos de casa y al final del corte de caja, además de una buena borrachera llevaba en mis bolsillos Q.5,000.00 de sueldo, unos gramos de regalo y equipo de filmación que todavía estaría pagando de haberlo perdido.
4:15 am.
Viajo en una camioneta grande con vidrios polarizados hacia algún destino luminoso en donde poder tomar un taxi. A esas horas lo único que uno mira en la calle es el espectro de sus propios temores. Mi amigo me da un aventón al obelisco, me deja justo en donde está el supermercadito ese. Yo le digo que está bien, que hay taxis pasando el arriate de la Reforma. El insiste, te llevo a casa. Pero yo le digo que no, que del otro lado hay una cola blanca e inmóvil de taxis a la espera. Nos despedimos. Yo tomo el equipo, mi bolsa y comienzo a caminar, vestido de saco, corbata y todo, cargando mil cosas y tambaleándome por momentos.

Cruzo decidido ese limbo de árboles siniestros. Pienso en la noche y sus caramelos, en la mañana siguiente y los recuerdos, en la chica que quedó grabada en un jai ocho. En el trayecto que me queda para llegar a la cama y sus delicias. En fin, en todas las estupideces que piensa un borracho contento después de una buena fiesta. Cuando al llegar al lado peatonal del arriate de la avenida Reforma de la zona 10, listo para cruzar una calle y un carril auxiliar y así llegar al otro lado, esperando encontrar mil taxis blancos con sus respectivos conductores sedientos de ganarse 50 pesos por una carrera, mis ojos ven una larga y pululante fila de radiopatrullas de la pnc con sus respectivos conductores, sedientos también de ganarse una platita extra a cambio de ese sacrificio de velar y proteger al ciudadano común de malhechores como yo, que andando a altas horas de la madrugada y haciendo quien sabe qué, perturban la paz y el orden.
Los vi sonreír como sonríen los demonios, con esa sabiduría milenaria de viejos lobos, Sobándose la panza y guiñándose los ojos, saliendo lentamente de sus vehículos como cazadores experimentados. Yo quieto, pero sin detenerme. Cosa loca si uno analiza la frase. Sabía que no podía detenerme sin levantar sospechas. Pero no quería darme el lujo de cruzar esa pequeña calle de tercermundo y entregarme con todas mis evidencias a las garras de un puñado de hombres lobo que no entienden un carajo de arte ni poesía.
Así que mis pasos fueron de acero. Vi mi reloj, traté de buscar algo en el bolsillo, quizás mi celular, alguna tontería para perder el tiempo que cada vez era menos. Ni un solo automóvil en la calle, cero rastros de testigos ni almas para interceder. Dos patrullas encendieron las sirenas y dieron el toque paralizador del tu tu. Todos seguían saliendo y se quedaban de pie a la espera de mi siguiente paso. Los vi, como se miran los criminales con sus ojos afilados, como se miran los esposos en la corte, como se miran los lobos ante un pedazo de carne podrida. Y en mi más delirante intento por quedarme parado y quizás sacar una metralleta y aniquilarlos a todos. Vi una luz que alumbró desde el obelisco, como viniendo de la Avenida de Las Américas. Un carro a trescientos kilómetros por hora que amenazó con atropellarme justo unos segundos antes de mi trágico encuentro. Yo sin titubear, me detuve por fin convencido de tener una excusa lo suficientemente fuerte que no levantara sospechas. El auto me iba a atropellar, así que me detenía o me detenía. Un oficial me vió y habló por radio, todos un poco inquietos y confundidos no supieron que hacer. El auto se detuvo después de un rechinido de llantas de película de acción, y yo tontamente pensé, a este también se lo llevan, pero mi pensamiento se quedó congelado cuando el conductor sin cruzar palabras abrió la puerta trasera del auto y me dijo ¡Subase mano!.
De un salto y sin preguntas subí al carro, cerré la puerta y me deje llevar por el instinto mientras las sirenas de las patrullas escandalizaban al silencio, y en silencio y también, sólo veía a través del vidrio trasero algunas de las patrullas comenzando una persecución. El taxista amable pero molesto me dijo: ¡Esos cabrones lo iban a asaltar! A donde lo llevo? Yo sin aliento y sin nombre ni apellido le dije ¡lejos!
Y mientras los postes pasaban rápidamente por los lados del auto, comencé a creer que los ángeles trabajan de madrugada y también son muy pero muy malhablados.


Historia contada por un tipo de corbata en un bar de la zona 1 hace 5 años.

"este es un relato que trabajé para la publicación de la antología de relatos Sin casaca,
una buena muestra que vale la pena conseguir, en donde se encuentra el trabajo de varios
escritores y escritoras. Si alguien quiere conseguir una copia la puede pedir
en el Centro de Cultura Hipanica en 4 grados norte".

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